La mala educación

Me he permitido la licencia de utilizar el título de la conocida película de Almodóvar para dar nombre a este post, primero por lo sugerente y aplastante que me parece y segundo porque, aunque lo que hoy quiero decir no tiene nada que ver con el mundo del celuloide, entenderá al final, querido lector, que su contenido justifica el préstamo. Aprovecho para reconocer públicamente que tanto las cintas del director manchego como el cine español en general, me parecen tan válidos como injustamente tratados.

Cuántas veces me habré preguntado qué haría si me cruzase por la calle con alguno de los ineptos que lo único que tienen de ministros es la cartera que en su día le pasaron (que por cierto, compartiré con usted un dato curioso: la cartera en cuestión, fabricada por un artesano de la Gran Vía de Madrid, cuesta más de 600€). Como dicen que el mundo es un pañuelo y nunca se sabe cuándo me los puedo tropezar, procuraré tener preparada mi reacción. Por si me topo con mi amigo Wert, el ministro de Educación, ya tengo un buen ejemplo de cómo comportarme: ni más ni menos que cumpliendo de nuevo con el refranero español (ese post dedicado a la sabiduría popular cada día está más cerca), una vez más, para aplicarnos aquello de «no hay mayor desprecio que no hacer aprecio».

De esta forma, tan sutil como eficaz, han actuado un buen grupo de jóvenes universitarios negándole el saludo al ministro Wert en el acto público donde se entregan los premios nacionales de fin de carrera y que tiene lugar en el Auditorio Nacional de Madrid. Nuestro amigo José Ignacio esperaba a cada uno de los jóvenes para estrecharles la mano y darles la enhorabuena (¡ya ve!). La mayoría de estos jóvenes han pasado de largo frente a la atónita mirada del ministro que, entre incómodo y abrumado, no sabía dónde meterse. Se ajustaba nerviosamente los gemelos, miraba a su alrededor y comentaba algo entre dientes.

Hay opiniones para todos los gustos, libres y respetables todas ellas, pero no por ello dejan de sorprender. La noticia, comentada en varios periódicos, en Twitter y en los vídeos de YouTube, muestra dos grandes vertientes muy enfrentadas: una en total apoyo y otra muy crítica con los jóvenes. La primera viene a reunir el descontento general de la comunidad educativa y la segunda, con argumentos bastante pillados por los pelos (disculpe la apreciación) alude, precisamente, a la educación, a los buenos modales, y diciendo, poco más o menos, que negarle el saludo a una persona es una cosa muy fea.

Perfecto. Totalmente de acuerdo. Sin embargo, creo humildemente que determinadas decisiones de «nuestro» gobierno exceden los límites de la moral y, además, con la desfachatez peor disimulada que he visto jamás. Y la verdad, comparar el retirarle el saludo a alguien con la actitud de ministros como Montoro (que cada vez que anuncia un nuevo paquete de medidas se le ven los empastes de lo a gusto que se ríe) o el propio Wert en sus declaraciones contra la Marea Verde, me parece pueril y de una ironía escandalosamente recalcitrante. Por otra parte, se trata de una actitud a la que el PP nos tiene demasiado acostumbrados.

La misma presencia de Wert en el acto de reconocimiento a los más brillantes universitarios, resulta bastante irónica. No sé muy bien qué hacía allí valorando el trabajo de unos alumnos que han disfrutado de un sistema educativo que se ha empeñado en destruir. Probablemente, muchos de ellos, habrían tenido más dificultades con el modelo que el propio Wert propone, defiende e impone. Y el argumento sobre la grosería de estos jóvenes pierde valor en el ejemplo del primer alumno nombrado para recoger su premio. Estrecha la mano del ministro y, acto seguido, se gira hacia el público para exclamar «una escuela pública y para todos». Por tanto, queda claro, nada tiene que ver la actitud de negarle o no el saludo con la absoluta convicción de que al portador de la cartera de Educación poco o nada le importa cómo serán los graduados de los próximos lustros.

Además de lo dicho, me parece que para lograr un premio de fin de carrera hacen falta un trabajo y un esfuerzo considerables, lo cual (sin gustarme las generalizaciones) me hace presuponer en los premiados una forma de ser muy particular, bastante alejada de la mezquindad e inmoralidad que algunos les proyectan. Por tanto, si me los encontrase por la calle (el premio de fin de carrera me quedó bastante lejos) no me cabe ninguna duda de cómo trataría al ministro de la mala educación. Los buenos modales son para todos. Y la Educación también.

Crisis de Monopoly

Hay que ver. Después de más de cinco años de crisis (¡qué pronto se dice!) empiezan a evidenciarse muchas de las causas y las grandes mentiras que hincharon la burbuja hasta que estalló en las narices de todos nosotros, los consumidores, último eslabón de la gran cadena del engaño que llamamos «sistema». No hemos aprendido de los grandes cracks bursátiles de la Historia y seguimos jugando con cantidades que no se corresponden con la realidad, no se cuenta con las auténticas cantidades en reserva.

Poco a poco están saliendo a la luz las grandes estafas de bancos, la situación laboral -casi de esclavitud- de la manufactura extranjera de algunas multinacionales españolas, empresas privadas perfectamente confabuladas con los partidos políticos mayoritariamente votados de este país (¡!), las tapaderas institucionales de la mismísima Casa Real (no solamente del yernísimo, que todos sabemos que unos cuantos más están hasta el cuello de…); un sinfín de miserias, en suma, que no hacen sino evidenciar que la abundancia en la que vivíamos (plural de cortesía, claramente) no podía provenir de nada legal, o moral, mejor dicho. Hago esta aclaración porque, en buena medida, existe un aparato legal que ampara los abusos de unos cuantos para que los demás sigamos donde merecemos: en la cuerda floja.

Aparte hay una serie de pequeños detalles, mucho más en consonancia con el día a día de un empleado temporal (del tiempo que pasa entre contrato y contrato) como yo, que demuestran que no solamente los grandes escándalos económicos son causantes de la crisis sino que, está claro, llevamos décadas sufriendo pequeños hurtos diarios que han agotado nuestras carteras. De repente, cuando las empresas no venden un colín (cosa que habría que matizar), se sacan de la manga ofertas increíbles que crispan bastante los nervios del que suscribe. Como es necesario vender, y no saben cómo, ha llegado el momento de reventar los precios.

Así, por ejemplo, tiene usted 2×1 en pizzas a domicilio o buffet libre en la misma pizzería por 6,20€, cuando una pizza familiar ha llegado a costar 26 ó 28. Por tanto, si con la cuarta parte del precio por comensal siguen haciendo negocio (comiendo éste mucho más), calcule cuánto nos han estado robando durante años, multiplique por las veces que han pagado ese precio, y si todavía no se ha cabreado y apagado su ordenador al tiempo que se acuerda de mi prima de Bilbao, continúe leyendo.

Gracias a la crisis podemos producir coches que circulan 250 km más con el mismo depósito. Hasta que no hemos empezado a quitarnos coches o utilizarlos para lo justo y necesario, no se ha hecho evidente la necesidad de reducir el consumo. Ni Protocolo de Kioto, ni calentamiento global, ni sostenibilidad… ni nada. Como teníamos para gastar, había que llenar el depósito, viajar, divertirnos, cambiar el coche a los 100.000 km, y vuelta a empezar.

Ahora, si compras un frigorífico, te garantizan que va a durar diez años y, si no cumplen con esa expectativa, no hay problema, te devuelven uno nuevecito. ¡Ojo!, diez años. Pensar esto antes de 2008 era una auténtica locura. Cogías tu coche (de menos de 100.000 km), ibas a uno de esos centros comerciales que proliferaban como setas, comprabas un nuevo frigorífico y de paso, una vez allí, a cenar pizza… ¡total!

Impensable todo esto en los momentos que vivimos. Invertimos el orden: de cenar pizza, a pesar de los bajos precios, hay que pensárselo dos veces; los centros comerciales se están quedando desiertos; el coche probablemente haya pasado a la historia; y el frigorífico dura más de diez años, entre otras cosas, porque está bastante más vacío, rinde menos y lo abrimos la mitad de veces.

Por tanto, igual que la macroeconomía no ha tenido en cuenta el volumen de dinero ficticio con el que ha jugado, como si del Monopoly este mundo se tratara, nosotros hemos tratado de igual manera ese dinero y en lugar de conformarnos con Lavapiés, quisimos el Paseo de la Castellana. El tortazo vino cuando vimos que la Castellana está al alcance de los que siempre ganan o, mejor dicho (y no es lo mismo), nunca pierden. Para nosotros, hace tiempo que acabó el juego y los que siguen jugando, no puede decirse que tengan mucha suerte con el dado.

Al final, la verdad de la crisis, es que nos han robado en muchísimas cosas que ni siquiera necesitábamos. Culpa de los que nos han robado, por supuesto, pero también nuestra por despilfarrar un dinero que, en muchos casos, no existía. De vez en cuando no va nada mal pegarse un gran tortazo para levantarse con más ganas e ímpetu y continuar adelante. Sin embargo los hay que, si caen, no se hacen daño. Será porque pisan sobre blando. Sobre todos nosotros.

Aznar returns

Hay que ver. Apagas la tele, olvidas actualizar el TL de Twitter o curiosear el Facebook durante unas cuantas horas y, de repente, te sumerges en una burbuja desinformativa de lo más inquietante. Acaban los Simpson y, como todo los días, trato de decidir entre mostrarle mi indignación al presentador del informativo o apagar la televisión, darme media vuelta, y dedicarme a otras cosas menos nocivas para el aparato digestivo. Estaba casi decidido que las sales de fruta de hoy tendrían forma de novela ambientada en el Pirineo. Quizá, incluso, la acompañaría de Verdi o Fito Cabrales, dependiendo del disco que dejase ayer dentro del aparato (eclecticismo en estado puro). Pero no. Las palabras con las que comenzaba el informativo han sustituido el «¡anda a la mierda!» por «a ver qué narices tiene que decir este ahora…». No se trata de Justin Bieber. Tampoco es Mourinho. Ni siquiera Rajoy al que, de vez en cuando, especialmente los viernes, procuro atender. Se trata de José María Aznar, expresidente de este nuestro país.

Resulta que, después de varios meses en silencio, ha decidido sincerarse y dejar claro todo lo que, para él, se está haciendo mal desde el gobierno de su amigo Rajoy. Y, créame el lector, no ha dejado títere con cabeza. Según dice, el gobierno necesita definir «unos objetivos históricos, tener un proyecto político muy claro y actuar de forma decidida para conseguirlos». Además, añade, «es necesario llevar a acabo una profunda reforma fiscal que baje los impuestos (…) y cree esperanzas para los españoles». ¡Toma ya! A ver si puedes digerir eso, Mariano (eso no lo dijo, pero lo pensó, seguro).

Hasta este entrevista, el colega Mariano tenía a favor la situación actual del principal partido de la oposición (como un lupanar sin dueña) como respuesta a los continuos ataques de la misma pero, desde hoy, con un expresidente de su propio partido en contra de prácticamente la totalidad de las medidas impuestas por el Equipo A de la tijera, la cosa se le complica un pelín. Y es que Aznar amenaza con volver para quedarse. No lo ha dicho tan claro pero, a las preguntas de la entrevistadora, no ha dejado muchas dudas al respecto. «Yo voy a cumplir mi responsabilidad conmigo mismo, con mi partido y con mi país». «Por ese orden» (añade un servidor).

En el pasillo del congreso esta mañana, ningún ministro quería hacer declaraciones sobre la entrevista de Aznar. El único que ha respondido(no sé muy bien si afectado directamente por los entrecomillados del expresidente o porque aprovecha cualquier ocasión para mostrar su «fina» ironía) ha sido Montoro defendiéndose en materia fiscal. Hoy no se reía como cuando anuncia recortes, no. Y es que, como es normal, no afectan igual las palabras escritas en miles de cartulinas blancas o verdes que pronunciadas tras un inmóvil bigote, aunque sean las mismas. Siempre ha habido clases.

Ahora entiendo la explosión vigoréxica de D. José María… Se estaba preparando para el segundo asalto. Entre repeticiones de abdominales y vueltas al chalet, ha estado planeando su regreso por la puerta grande, como a él le gusta. Sin embargo, mucho me temo que las mentiras que lo sacaron de la Moncloa lo pueden volver a introducir. Porque así somos en España: de memoria, vamos más bien justitos. En la memoria colectiva figuran ahora mismo, en primer lugar, las no menos mentiras de Zapatero tratando de ocultar los inicios de la crisis y la nula capacidad de maniobra para capearla lo mejor posible. Ahora bien, para descubrir las raíces de esta crisis, a nivel nacional, habría que mirar un poquito más atrás y analizar los libreladrillos y el cachondeo de felices años 20 en plena década de los 90 (ahora se lleva mucho lo retro). De eso no puede culparse a Zapatero, mal que pese a los abonados a Intereconomía que tanto gustan de las tertulias de Mario Conde denunciando robos y desfalcos (¡cáscatela, María Manuela!). Y así podríamos echar páginas atrás en todas las legislaturas de la democracia hasta darnos cuenta de que la gestión de recursos no es precisamente uno de los fuertes españoles.

Para mí, queda bastante claro que este bipartidismo PPSOE no nos lleva a ninguna parte. Sin embargo, las últimas encuestas vuelven a darle la victoria al PP y PSOE sigue quedando como principal partido de la oposición. No sé qué más hace falta para que quede clara la total nulidad de la casta política española. Ahora, el que quiera, puede creerse el discurso de Aznar, votarle, y esperar su triunfal regreso. Casi puedo imaginármelo surcando los cielos con leotardos ajustados, calzoncillos fosforito encima de estos y antifaz entre tópicas y superheroínas preguntas «¿es un pájaro, ¿es un avión?» Estaré cerca para gritar «es un vividor». Me voy a buscar criptonita…

Fuga de cerebros

Ver las noticias de las 3, leer un periódico, actualizar el timeline de Twitter… pequeños gestos diarios que parecen tener un objetivo común: provocarme una úlcera de estómago a corto-medio plazo. No exagero. Lo prometo. Y es que recibimos buenas y malas noticias, sí, pero en una proporción bastante deprimente. De entre las buenas noticias debo descontar los logros deportivos (único en lo que, por lo visto, destacamos como nación) porque, con toda sinceridad, me da bastante igual  que el uno tenga un buen revés o que el otro sea único adelantando el curvas dificilísimas si, a la hora de explicar a la prensa sus éxitos en la materia (mientras, por cierto, se rascan la oreja o la nuca), servidor, bastante profano en el tema, no entiende ni jota. Así que… ya ven con qué panorama me encuentro frente al televisor, la prensa o el ordenador y la cara que se me queda al convertirme en el receptor de según qué mensajes.

Así estaba hoy al mediodía, leyendo en el teléfono, con la misma expresión que se le queda a uno cuando comprueba que, por un mísero número, no es el ganador del euromillones: entre confundido y estupefacto. Enseguida comprenderán por qué. Como recordarán, hace solamente unos días, una de estas ministras que tenemos (ponga el lector el calificativo a su agrado) hablaba de no sé qué instinto aventurero que nos había entrado a los jóvenes cuando se le preguntaba por un término, tan incómodo para ella como fiel a la verdad: la fuga de cerebros. Pues bien, aunque esta señora crea que muchos jóvenes españoles abandonan su casa (de sus padres… o del banco, en demasiados casos) para dar la vuelta al mundo sobre patines en línea o hacer los catorce ochomiles con zapatillas de ballet, generalmente lo hacen en busca de la oportunidad que su país les niega. Ahora bien, el caso que  hoy ha saltado a todos los medios me parece brutal. El joven Diego Martínez Santos, no solamente se vio obligado a emigrar sino que además, ahora, España, le niega una beca de vuelta a casa. Esto ocurre, y es lo realmente crispante, el mismo día que recibe el premio al mejor físico de Europa por parte de la Sociedad Europea de Física.

El joven físico trabajó en el equipo de investigadores que desarrollaron el experimento del Gran Colisionador de Hadrones, concretamente analizando las desintegraciones de una partícula llamada mesón B o partícula de la extraña belleza, que «confirma el modelo estándar de la física y explica el Universo tal y como lo conocemos hoy». Casi nada. El comité de expertos, consejo de sabios o conciliábulo de trolls (como ustedes prefieran) no creen que el currículum del joven Martínez Santos sea suficiente como para volver a España y desarrollar aquí sus experimentos.

¿Saben como interpreto esto? Pueden llamarme malpensando, lo asumo, pero lo tengo bastante claro. Simplemente, este mozo no es sobrino, primo, hijo o vecino de ninguno de los responsables del programa Ramón y Cajal, la comisión de expertos que trabaja, precisamente, en devolver nuestros cerebros fugados. Lo primero de todo, habría que analizar si esos responsables están a la altura de esos emigrantes, siquiera para comprender los estudios en los que están trabajando.

Así es muy difícil que construyamos por ninguna parte. Al mismo tiempo que escatimamos en investigación y desarrollo, nos permitimos el lujo de dejar escapar mentes privilegiadas, e incluso negamos la formación necesaria para los que, en otro tiempo, podrían ser jóvenes muy preparados para dar en el clavo en tantas y tantas investigaciones abiertas. Un país que niega una educación de calidad, exilia casi forzosamente a la generación más formada de su historia, ahorra en valores y en cultura, no les quepa duda, está condenada a una muerte lenta y dolorosa.

Pensaba que las despreciadas eran las letras, las artes… puestas en tela de juicio muchísimo antes de que estallasen las consecuencias del «libreladrillo». A este paso acabaremos con esa absurda rivalidad entre ciencias y letras y no nos quedará más remedio que, cogiditos de la mano, huir como la tercera clase del Titanic. Ya se fugaron los capitales (en este caso a Suiza y allí siguen) y ahora se nos van los cerebros. ¿Para cuándo una fuga de vividores? Si tenemos que huir, que sean las ratas las que nos indiquen la dirección, como en el malogrado transatlántico.

 

 

Jamón y cafetera

Esta mañana, una de tantas veces en las que la mano palpa el bolsillo adelantándose a la vibración, a la vez que confirmaba que no se trataba de una sensación fantasma, me sorprendía del sonido que emitía el teléfono. El pitido no era de WhatsApp, de correo electrónico ni mucho menos de llamada (y es que, con estos móviles, lo que menos se hace es hablar). El sonido indicaba que había recibido un SMS. Muy pocas veces recibo este tipo de mensajes y los que me llegan, generalmente, tratan de regalarme, venderme, alquilarme u ofrecerme, en general, los productos más inverosímiles. En efecto, el mensaje era de la compañía telefónica que en la última portabilidad se ganó mi confianza o, dicho de otro modo, la que mejor me vendió lo que quiso venderme.

Lamento no revelar el nombre de la compañía, y, disculpen el inciso, debo explicarles que aunque no llego al extremo de pedir un refresco de cola en el bar, en lugar de referirme a la marca de la chispa de la vida,  muchas veces estoy tentado a hacerlo. Lo único que me frena es que el camarero o camarera en cuestión malinterprete mis palabras  (se moleste, incluso) y se equivoque de recipiente para los hielos. Solamente la idea me provoca cierto escalofrío.

El mensaje decía lo siguiente:

«PUBLI: Llevate un jamon iberico por traer 1 amigo al ADSL *******, sin sorteos. Y si traes mas amigos, mejores regalos. +INFO: (…) No+publi (…)»

Sí señor, un regalo como Dios manda: un jamón ibérico (ahora ya puedo ponerle sus tildes y todo). La verdad es que el regalo resulta original o, al menos, debió serlo en los años 80. Mucho me temo que, debido a esta crisis que ocupa casi todas nuestras conversaciones, va a ser verdad eso de que «vamos hacia atrás». Este tipo de regalos prácticos y cotidianos, casi salidos del escaparate de El precio justo, están volviendo de nuevo: la batería de cocina, el juego de sartenes, el set de maletas y, por supuesto, el siempre acertado lote de pan, jamón, chorizo y vino (el lector quizá haya completado la cancioncilla de tómbola con el perrito piloto y el osito Coc… ¡perdón!, de la chispa de la vida).

Yo no digo que el jamón no sea bueno ni que no cueste sus buenos euros pero no logro entender que una compañía telefónica regale jamones, no por nada, simplemente es una cuestión de orden. Quizá peque de ordenado, pero me gusta cada cosa en su sitio. Si al menos ofreciesen un teléfono, un ordenador o puestos a seguir con el escaparate, el apartamento en Torrevieja (provincia de Alicante), bueno, mejoraría sensiblemente. Pero el jamón, la verdad, no lo veo. Y no es que no me guste, al contrario, es que no veo la relación. Vale, de acuerdo, el apartamento tampoco la tiene, pero oiga…

Ayer mismo viví una situación parecida. Bajé al banco a confirmar el borrador de Hacienda y, lo primero de todo, el amable empleado me ofreció una nueva tarjeta con la que me iba a dejar casi regalada (a ver si lo adivinan)… ¡una fantástica cafetera! Pero igual que ha evolucionado el jamón (que al contrario que en los ’80 ahora es ibérico) la cafetera era de capsulitas. Cafetera sí, pero 2.0, que, por cierto, traía de todo: plantillas para decorar la espuma, expositor, un montón de cápsulas… Un chollo, la verdad. Pero vamos, igual que con el jamón, hubiese preferido salir con 50 euros más de los que llevaba al entrar. No coló. Pero él tampoco me coló la cafetera. Los dos en paz. ¡Qué dolce gusto!

De todas formas, debo aplicarme la reflexión de un buen amigo que, esta misma mañana, me ha comentado al narrarle mi último SMS. Decía que su madre se sintió mayor, realmente, cuando empezó a recibir la típica carta-invitación para esas reuniones en las que sabes perfectamente que te van a intentar enjaletar algo que no necesitas. Suelen tener lugar en el salón de eventos de cualquier hotel, al punto de la mañana o de la tarde (los jubilados adoran hacer cola, cuanto más temprano o nada más comer, mejor) y siempre salen contentos con mil catálogos, un secador de teletienda, un juego de afiladísimos cuchillos, mopas atrapapolvo y demás maravillas técnico-domésticas que, por lo general, suelen llamarse con una combinación de palabra compuesta en inglés y número de cuatro cifras: TurboShaker 2.000, por ejemplo.

Así que, después de todo lo dicho, comprenderán cómo me ha sentado que me regalen un jamón vía SMS o traten de venderme (baratísima) una fantástica cafetera. De aquí a las reuniones hoteleras, chándal con camisa y gorrita de la Caja Rural, hay un paso. Me hacen mayor. Me hago mayor.

Ópera culinaria

En el informativo de este mediodía, entre los improperios políticos habituales, insustanciales datos estadísticos y alguna que otra media verdad (mucho peor que la más gorda de las mentiras), un reportaje me ha llamado bastante la atención y es que, debo reconocerlo, hablaba de dos mis expresiones artísticas favoritas: la Ópera y la Gastronomía. ¿Cómo es posible en una misma noticia? Gracias a la imaginación de los hermanos Joan, Josep y Jordi Roca. Su restaurante, El Celler de Can Roca, ha sido recientemente elegido como el mejor del mundo por la prestigiosa revista Restaurant, por lo que solamente faltaba este nuevo proyecto para terminar de encumbrarlos.

La última genialidad de este trío de jotas consiste en llevar a cabo una ópera culinaria. Hoy ha sido el estreno mundial del invento en el Centre d’Art de Santa Mónica de Barcelona, al que han sido invitados doce comensales, de los que podemos destacar dos grandes figuras relacionadas directamente con el buen yantar: el mago de la cocina Ferran Adrià y el científico norteamericano, especialista en alimentación, Harold McGee. Doce privilegiados, no hay duda.

¿Pero en qué consiste una ópera culinaria? Imagínense todo lo necesario para disfrutar de una ópera en doce actos, sesenta creaciones de la más alta cocina, vídeos proyectados en las paredes y una mesa multimedia, música. Una combinación de lo mejor para el oído y el paladar en una misma cena-espectáculo. En suma, un deleite para los sentidos. El somni, lo han llamado. Traducido del catalán, «El sueño». Y, la verdad, no se me ocurre mejor título para la combinación de tan grandes placeres. Desconozco la ópera (o fragmentos de varias) que se habrá proyectado pero, si está a la altura de los platos, la suma habrá sido espectacular. Entre las delicatessen, por hacernos una idea, leche de tigre y piel de limón rallada, salsa de mole con rosas a la brasa, cacao garrapiñado… Nombres que, con solo leerlos, despiertan todos los sentidos.

Ya hay opiniones para todos los gustos. Algunos creen que es una «ida de olla» (nunca mejor dicho) y otros, en el extremo contrario, piensan que es una idea perfectamente viable para comercializarla a un nivel asequible. El mismísimo Ferran Adrià ha quedado encantado con la idea, y hablamos del cheff elegido cinco veces como el mejor del mundo. Me quedo con esta última opinión. Nunca podré disfrutar de la verdadera cena-espectáculo, está claro, pero con una buena imitación me conformaría. En realidad, si quitamos la mesa multimedia y el caché de los cocineros, no es tan complicado. Y conozco a unos cuantos que asistirían encantados por un precio razonable, incluso de colocarse el gorro para escribir la partitura, con pincel de cocina y tinta de calamar. Ángel, Mario, Maribel y otros cocineros (y cantantes) amigos, ¿os animáis?

Este ecléctico y vanguardista experimento pone de manifiesto la versatilidad de muchas artes. De la unión de la música y la escena surgió la ópera, y de la unión de ésta con la gastronomía ha surgido la ópera culinaria. Y es que, si la música es capaz de amansar a las fieras, la ópera culinaria será capaz de amansar a las más hambrientas… también de cultura. ¡Buen provecho!

 

 

Papel moneda

Pocos meses después de que el euro entrase en circulación (allá por enero de 2002) empecé a pensar que el billete de 5 desaparecería muy pronto. Su equivalencia, 833 pesetas, y lo rápido que se impuso el dichoso redondeo, me hacían sospechar que muy pocos bienes y servicios iban a necesitar un billete tan pequeño como ese. Entiéndase por redondeo la subida relámpago e irrefrenable de aquellos primeros meses, al tiempo que, para que no nos quejáramos mucho, ampliaban un par de milímetros el tamaño del chicle, que de 5 pesetas pasó a costar 5 céntimos.

Recuerdo que en aquellos anuncios tan majos en los que aparecía una familia animada encantadísima con los euros, que nos daban pequeños consejos, explicaban equivalencias, nos presentaban las monedas y billetes… Eran muy simpáticos, la verdad. Salían los papás, el abuelo, los hijos adolescentes… hasta un perrete. Y cantaban algo parecido a «El euro, el euro es el futuro; el euro, es fenomenal» (BIS). Lo reconozco: me conquistaron. Sin embargo, fíjese, lo del redondeo no lo explicaban, ni mucho menos lo cantaban.

Bueno, pues me equivoqué. Como tantas veces. El billete de 5 euros no solamente no desapareció sino que acaban de anunciar un nuevo modelo que incorpora no sé cuantas novedosísimas ventajas. Menos multiplicarse en el bolsillo, de todo. Además es muy bonito, que no es lo de menos. Ni comparación con los actuales que, dicho sea de paso, del color original nunca más se supo. Están de un gris marengo arrugadamente revenido que, para mí, eso de que los van a retirar es mentira y, en realidad, les faltan un par de semanas para desintegrarse completamente. Tenían caducidad de diez años, con un margen de error de ± 6 meses. Desháganse de ellos en cuanto puedan, por si acaso.

Me gustaría saber el grado de deterioro de los billetes de 500 euros, si es que (como leí el otro día en Twitter) no son los padres. Deben ser billetes para mayores porque los puedes ver… ¡pero no se te vaya a ocurrir tocarlos! Efectivamente, aunque de pasada, los he visto alguna vez en la cola del banco, esperando con cautela tras la pegatina del suelo. Creo (disculpe el inciso) que las fabrican los mismos de las utilizadas para jugar a los dardos en dianas electrónicas y solamente cambian el texto, aunque en ambos casos no penaliza el ángulo de inclinación que permita el equilibrio de uno, especialmente si se llama usted Virtudes, tiene ochenta y cuatro años y mucha prisa. Eso sí, nada de pisarla, que está el listo de turno que, con mirada acusadora, sin mover un sólo músculo del cuerpo, te manda telepáticamente un «tttttsssss, no pises».  Desde luego (volviendo al tema) cuando he visto esos billetes, he mirado de reojillo, para calcular el tamaño  de semejante poster desplegable, pero sin que se me note mucho que nunca he olido uno.

También pensé que desaparecerían los de 500. Pero parece que no. Aunque menos sobadillos, los hay que los utilizan, digo yo… No sé quién ni para qué, pero tengo alguna ligera sospecha: me parece que por sus medidas (las he buscado, para no montarla nunca más en el banco), 160×82 mm, es el que mejor encaja en un sobre. A la vista está que, como papel moneda, está mucho mejor tratado, entre algodones y no de bolsillo en bolsillo.

De todas formas, nuevos o viejos, tanto los de 5 como los de 500 euros, lo que de verdad hace falta para gastarlos es tenerlos. Y a este paso, auguro una larga y próspera vida a los nuevos billetes, esos preferidos para las propinas dominicales. Y hablando de propinas para cromos, lanzo un mensaje de parte de mi primito Jorge (un niño de 9 años de los de libro) para todos los grandes economistas que tan preocupados están por la crisis. El otro día, viendo las noticias en televisión, el pequeño quedó muy sorprendido por la velocidad de los rodillos en la imprenta de una ceca. Dijo algo parecido a lo siguiente: «si el problema de tanta crisis es que no hay dinero, que impriman más y listo».  Ahí lo deja. Y yo, también.

1 de mayo

El día acaba a las 12 de la noche. Lo sé. Pero para mí, como para la mayoría (supongo) el día termina de verdad cuando me voy a dormir, cosa que, habitualmente, suele ser bastante tarde. Hoy quería hablar del 1 de mayo. Poco original, lo sé. Pero en este clima de tensión, crisis, manifestaciones (muy secundadas por una mayoría de trabajadores, ¿repudiadas por otros?) me gustaría darle un enfoque distinto. Me gustaría reflexionar un poquito acerca de lo que este día festivo (en eso sí que nos ponemos pronto de acuerdo, ¿eh?) significa realmente.

El 1 de mayo celebramos el día internacional de los trabajadores. Aunque en muchos países se ha reconocido la fecha como tal bastante tardíamente, fue en 1889, en el Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional, celebrado en París, cuando se decidió fijar el primero de mayo como día de fiesta. Con esta fecha se pretendió homenajear a los llamados «Mártires de Chicago», unos sindicalistas anarquistas que murieron en una serie de huelgas el 4 de mayo de 1886 (y que habían dado comienza el 1 del mismo mes) en defensa de la jornada de 8 horas diarias entre otras reivindicaciones. Conocemos estos sucesos como la Revuelta de Haymarket, una concentración de más de 20.000 personas que apoyaban las propuestas de unos cuantos anarquistas que finalmente fueron condenados a prisión y en algunos casos incluso a la horca. En Barcelona, en mayo de 1890, sindicalistas anarquistas convocan un huelga general reivindicando el mismo derecho por el que habían luchado, años antes, sus colegas norteamericanos.

Con esos pilares, tan románticos como dramáticos, arranca la festividad del 1 de mayo. Hasta nuestros días, sin duda, llega muy poca de su esencia. Sigue habiendo un número importante de trabajadores que aprovecha el día de fiesta para reivindicar aquello que, por derecho, cree que le pertenece. Y, sin embargo, otros muchos, tan clase trabajadora como los primeros, no entienden las manifestaciones por no simpatizar con los sindicatos o por considerar que eso de salir a la calle con pancartas y banderas no va con ellos. Respetable, en cualquier caso. Pero así somos en España. Tendemos a mezclarlo todo, a banalizar el significado de las cosas, a crearnos falsos prejuicios.

Es cierto que la actitud de los dirigentes de los sindicatos mayoritarios puede ser contradictoria. De hecho lo es y es normal que cabree. Que me hable de conquistas sociales un tío que tiene una colección de relojes de lujo y un sueldo de varios miles de euros, lógicamente, descoloca. Y es cierto que, de alguna manera, estos sindicatos mayoritarios se «adueñan» de la manifestación y de la supuesta jornada de lucha para buscar su propio beneficio aprovechando el bombo de los medios en programa de actos perfectamente estudiado. Pero esto no significa ni que todos los manifestantes pertenezcan (siquiera simpaticen) a esos sindicatos mayoritarios ni que hagan suyos sus mensajes. De hecho, cada año en más ciudades se dan simultáneamente varias manifestaciones para los que sí se ven representados detrás de unas siglas y para los que no. Por cierto, habría que estudiar la necesidad de tener dos sindicatos enormes, que van juntos de la mano a todas partes y están de acuerdo en todo. Una fusión sería un ahorro pero seguramente no interesará…

La cuestión es que, sea cual sea nuestra ideología, es necesario valorar la importancia de esta fecha, aunque sea por respeto a todas las personas que a lo largo de la historia han perdido incluso la vida en favor de unos intereses generales (no solamente en Chicago). Hay quien no entiende esto y, desde luego, no soy nadie para hacérselo entender. Parece que esto del 1 de mayo sea «una cosa de rojos» (y lo digo de forma entrecomillada porque tal cual lo he oído en más de una ocasión). Pero para este tipo de comentarios suelo tener respuesta: rojos o no, son el tipo de persona que ha terminado en buena medida  con los abusos al trabajador que durante siglos ha sufrido. Son los que han logrado una jornada lógica, vacaciones, edad mínima para trabajar, igualdad de sexos en el trabajo… cuestiones que, aunque hoy en día están generalmente aceptadas, en su momento fueron auténticas utopías y costaron no pocas vidas. Creo que todas esas personas que en algún momento han pensado que había que hacer algo por mejorar la situación, son las que han logrado que hoy por hoy, el que tiene la suerte de conservar su trabajo (otra utopía, muy pronto) lo haga en mejores condiciones. Es, por tanto, una cuestión de respeto.

Pues ahora imagínense lo que queda por hacer. Hemos alcanzado muchas conquistas laborales y, sin embargo, sigue faltando trabajo a 6.200.000 personas en nuestro país. Y todos sabemos que a muchas empresas les ha ido tan mal como para tener que echar el cierre y otras muchas, una asquerosa mayoría, no están haciendo sino aprovechar la situación para producir lo mismo con la mitad de la plantilla. ¿Le parece poco motivo para salir a la calle a reivindicar lo que nos pertenece?

En el informativo del mediodía, en una de las típicas entrevistas de micrófono de esponja azul y «¿a usted qué le parece?» (nunca dicen la verdad, y es que simplemente tienen mucho tiempo para llenar en la tele, y usted les sale gratis) un señor contestaba algo parecido a lo siguiente: «en el paro que estoy, no tengo nada que celebrar». Yo le diría a este señor que, efectivamente, quizá no tenga nada que celebrar, pero sí mucho por lo que luchar.

«El trabajo dignifica al hombre». Y hay muchos hombres y muchas mujeres que, hoy por hoy, darían cualquier cosa por conseguir uno. A fin de cuentas de eso se trata este primero de mayo: tanto de dignificar nuestro trabajo como trabajar por nuestra dignidad.

 

Macroeconomía miope

Hay pocas verdades tan grande como esa de «las desgracias nunca vienen solas». Lo mismo ocurre con las malas noticias, sin duda. Y eso exactamente es lo que me ha pasado esta misma mañana, recién levantado de la cama. Al mismo tiempo que leía el Twitter en el móvil con un ojo abierto y otro cerrado, me ha llegado un correo electrónico de un gran amigo que quería compartir conmigo una noticia.

La mayoría de los tuits que estaba leyendo tenían que ver con el 21% de I.V.A. en gafas y lentillas. Entenderá el lector cómo me he sentido tras limpiar los cristales, igual que todas las mañanas, ajustar las patillas en mis orejas, el puente en la nariz, pestañear dos o tres veces como queriendo leer otra cosa. Pero no. Era cierto lo que estaba leyendo. Como entenderán ustedes, gusto de lujos como la miopía (con chispazo de astigmatismo, que lo mío es casi vicio), lujo que trato de corregir por aquello de no provocar a la muerte de camino al tranvía y claro, la noticia de que mis próximas gafas me van a costar un 11% más caras, no me ha sentado nada bien. Las últimas, creo recordar, costaron 150 € y, fíese de mí, en la patilla no llevan dibujado ni cocodrilo ni caballito con jinete jugador de polo.

El artículo que me llegaba, sin saberlo todavía, tenía mucho que ver con los tuits que, conforme deslizaba hacia abajo el dedo para cargar los más recientes, tanto me estaban cabreando. Hay que apretarse el cinturón. Ya está bien de malgastar. En España, herencia socialista (real por una parte, demagógicamente exagerada por otra). Austeridadad. Recortes. Ajustes. Todo mentira. La mayor farsa de la Historia. Al menos de la Historia reciente, esa que, más por suerte que por desgracia, nos ha tocado vivir.

Ha hecho falta que un joven estadounidense de 28 años, llamado Thomas Herndon, y que ahora mismo se encuentra doctorando en Economía en la Universidad de Massachusetts, contradiga a los cerebros economistas que, hasta ahora, solamente han confiado en la austeridad como receta anticrisis. Resulta que los estudios en los que Europa y los EE.UU. se basan para recortar drásticamente el gasto (primero el social, después el particular de cada gobierno -por este orden riguroso-) y ahorrar todo lo posible, publicados en 2010, están equivocados. A pesar de la fama y valía ampliamente demostradas de los autores de dichos estudios, Reinhart y Rogoff, ambos profesores en Harvard, estaban equivocados en lo más básico. De hecho, el bueno de Herndon, tuvo que contrastar varias veces las hojas de Excell que los propios autores del estudio habían realizado para cerciorarse del lamentable error.

Básicamente, en ese estudio se afirmaba que «cuando la deuda de un país supera el 90% del P.I.B. el crecimiento es inviable». Si a uno le pasa como al que a suscribe y para la cuenta más sencilla necesita un ábaco, quizá no le diga absolutamente. Pero para eso está nuestro amigo Herndon. Según ha podido comprobar manejando datos de muchos países (Nueva Zelanda, Australia o Canadá) es posible crecer económicamente incluso con importantes endeudamientos.  Simplemente estaban equivocados en unos pocos numerosos que exageraban muchísimo las consecuencias del endeudamiento.

El joven se atreve incluso a decir públicamente lo que tantos piensan pero callan. «La austeridad -dice- es contraproducente, crea sufrimiento». Gracias, mozo. Alguien con autoridad para ser escuchado tenía que decirlo. Aunque ya debes saber eso de «predicar en el desierto…» (algún día hablaré de los grandes aciertos del refranero español). Estaría muy bien que empalmase el trabajo que le ocupa con uno que demuestre qué hace más daño a la imagen exterior de un país: las manifestaciones, escraches y otras formas de decir hasta dónde estamos; o los robos de la familia de la mismísima jefatura de estado, los sobres del gobierno y las perlas dialécticas de los mismos que nos dicen nazis por quejarnos de la presión a la que nos están sometiendo para sostener este sistema corrupto. Venga, Thomas. Anímate.

Por lo menos parece que sus profesores y directores de tesis están dispuestos a echarle una mano y llegar donde haga falta con tal de desenmascarar esta enorme farsa. La cuestión es si los que verdaderamente importa que se enteren lo hacen de una vez. Me gustaría echarme a la cara a los cerebros de Harvard, a Merkel, a Rajoy y todos los responsables de la farsa macroeconómica más grande hasta la fecha, para invitarles, con todo el cariño, a que se lean la tesis del joven Herndon o, por lo menos, repasen sus propios estudios con calculadora. Está claro que la cuenta de la vieja no vale cuando del resultado dependen millones de ciudadanos.

Si es necesario, para que lo vean claro, les regalo mis gafas. Estoy que lo tiro.

 

 

Gran Marciano

¿Qué contestaría usted si le propusieran viajar a Marte sin retorno? Piénselo por un instante. Imagino que, lo primero de todo, no creería lo que le están diciendo para, inmediatamente después, preguntarse qué diablos iba a hacer usted en Marte. Encima, sin fecha de regreso a nuestro planeta azul. Pues aunque parezca mentira, a día de hoy, ya hay alrededor de mil personas interesadas en este (ponga usted el adjetivo) proyecto.

Una empresa holandesa llamada «Mars One» pretende establecer la primera colonia humana en Marte. Por si a estas alturas el lector no me cree, le pongo a continuación el enlace a la página web en la que, si se atreve, puede inscribirse: http://applicants.mars-one.com/ . Basta con grabarse en video y rellenar un sencillo formulario para formar parte del elenco de aspirantes a marciano, de los cuales serán elegidos solamente veinticuatro. Lógicamente, no vale cualquiera. Será necesario superar una serie de pruebas que muestren que el candidato está preparado para el viaje y la estancia. A fin de cuentas, los candidatos se convierten en astronautas de la noche a la mañana.

Durante los diez años que quedan para 2023 (parecen muchos años, pero ya sabemos cómo pasa el tiempo) se irá construyendo la estación espacial que haga posible la vida en el Planeta Rojo. El asentamiento estará provisto de placas solares y otros sistemas tecnológicos de valía y utilidad más que probadas. Al parecer, el proyecto es viable en este sentido.

Pero, ¿quién lo paga todo esto? La empresa responsable del proyecto pretende encontrar la financiación mediante la venta de los derechos para retransmitir por televisión un nuevo «Reality show», es decir, un Gran Hermano espacial. El programa empezaría relativamente pronto pues la idea es comenzar con él nada más conocerse los nombres de los elegidos. A partir de ahí, podremos seguir diariamente los entrenamientos y demás preparativos para el gran viaje. ¿Ficharán a Mercedes Milá?

Solamente el vuelo hasta Marte podría rondar los 6.000 millones de dólares. Una cifra nada desdeñable, desde luego, pero una vez se ponga en marcha todo el aparato televisivo y publicitario, el proyecto está pagado. Lo sorprendente es que ya haya mil personas interesadas, de nada menos que treinta países distintos (de momento ningún español al que le pongan la pierna encima) y dispuestos a no volver a la Tierra. Y quizá haya aún más productoras frotándose las manos por adquirir los derechos para comenzar el programa a la mayor brevedad.

La verdad es que muchas veces no entiendo al ser humano. Las cosas se están poniendo muy feas (particularmente en España, que es donde más me preocupa, muy muy feas) pero tanto como para decidir abandonar el planeta…  A lo mejor, ¿quién sabe?, allí se está mejor que aquí y acaban llamando a casa invitándonos amablemente con un remix del clásico cinematográfico: «vente a Marte, Pepe».

Se me ocurren muchos candidatos que, desgraciadamente, no querrán abandonar voluntariamente nuestro planeta para darse una vueltecita por Marte. Aunque bueno, generalmente los sujetos a los que mandaría para allá son de los que hacen cualquier cosa por un buen fajo de billetes, así que ofreciendo una cantidad importante, quién sabe. Lo de que el viaje es sin retorno, ya se lo diríamos una vez llegasen allí. O no.

Sinceramente, veo muy posible que el proyecto salga adelante. Quizá no sería posible si la financiación recayese únicamente en organismos oficiales pero si está la tele al frente… Es una nueva vuelta de tuerca a la televisión que conocemos. Un nuevo experimento dentro de un formato que ha demostrado funcionar a la perfección, y eso que en España, a pesar de sus catorce ediciones, nadie lo ve. Deben ser los mismos que no votaron al PP.