Tenía que pasar

Llevo semanas resistiendo la tentación de manifestarme acerca de un tema que me interesa, preocupa y satura a partes iguales. No voy a ser original (tampoco esta vez) pero el fenómeno mediático bien merece alguna que otra reflexión, si no original, distinta a las ya irritantemente cotidianas. Si lo ha adivinado ya, decida usted seguir leyendo.

Efectivamente, hablaré de Podemos. Atrás queda un 25-M lleno de sorpresas (jornada electoral que, por motivos muy personales, viví con menor intensidad que otras anteriores) y que, a mi humilde parecer, quedará marcado en el todavía joven calendario democrático de nuestro país. Recuerdo perfectamente la sensación de barrer con la mirada todas las papeletas. Siempre me sorprende la cantidad de partidos que jamás he oído nombrar y, la verdad, no me extraña, debido principalmente a la singularidad de sus (poco serias, en demasiados casos) pretensiones. No es el objeto de esta reflexión, pero, seguramente, estará de acuerdo: partiendo de motivaciones particulares (ecología, legalización de la marihuana), ¿es coherente crear un partido político? Me gustaría comprobar las reacciones del censo ante un partido a favor de la obligada lectura de Faulkner o la ópera barroca en detrimento de la romántica. Creo que, si algo no necesita este país, es abrir mayores debates más allá de lo estrictamente necesario cuando, siquiera en lo fundamental, somos capaces de ponernos de acuerdo.

Allí, entre todas las demás, entre rosas empuñadas (casi asfixiadas, aunque aún no se sabía), gaviotas planeadoras (a punto, sin sospecharlo, de estrellarse), yugos y flechas (¿2014?) y los más dispares clásicos de la simbología propagandística, destacaba una efigie joven, barbuda y de melena recogida. Desconozco todavía los motivos de la elección de dicho “logotipo” (falta de tiempo para presentar otro distinto en campaña, he oído, por ejemplo), pero al margen de la sensación poco saludable de ego desenfrenado que me causó, es justo reconocer el órdago echado por un partido que no sólo es Pablo Iglesias. Salí, después de votar, comentando cuánto íbamos a hablar de esas elecciones en los meses siguientes.

Las encuestas pronto empezaron a anunciar lo que muchos sospechamos: no iban a quedar en el lugar que ninguno pensaba: ni tan bien como pensaron los propios integrantes de Podemos, ni tan mal como deseaban sus detractores (principalmente, encorbatados intereconomistas a quienes vapulea dialécticamente con cierta frecuencia el joven politólogo, por cierto, actuando como equipo visitante). Podemos había llegado para quedarse. Es lógico. A pesar del giro clarísimo del votante medio y la falta de apoyo a sus partidos históricos (ambos perdieron muchos votos respecto las anteriores votaciones), PP y PSOE celebraron los resultados.

No voy a comentar hoy qué opino sobre Podemos (aunque algo he dejado caer al principio). Quizá lo haga otro día. O no. Pero sí quiero dejar clara mi pequeña reflexión en torno a esta cuestión. ¿De quién es culpa el ascenso de Podemos? –se preguntarán sus detractores- ¿Gracias a quién está hoy Podemos donde está? –se preguntarán sus defensores-. La respuesta, ahora sí, es obvia y para las dos corrientes exactamente la misma. Podemos se alza, hoy por hoy, como ese partido de disidentes. Digo “disidentes” con el mayor de los respetos, y años luz de los rebotados que formaron otros partidos como UPyD, a los que, hace años, se les ve el plumero. Podemos agrupa el hartazgo político de una sociedad engañada, dividida hace casi cuarenta años entre una izquierda y una derecha que, como polos opuestos que se supone eran, se han ido atrayendo hasta convertirse en una amalgama vaga, ciega, acomodada e incapaz de mirar más allá de sus propios intereses. Confiar hoy en el PP o en el PSOE es como pensar que una persona pueda cambiar su forma de ser, simplemente, porque se lo pedimos.

Se lo hemos suplicado a ambos partidos. Con sorprendente respeto, si se me permite, para el poco que merece el más absoluto de las descaros. Hemos mostrado nuestro cansancio en manifestaciones contra guerras, quejándonos del empeño en ocultar una crisis que todos empezábamos a pagar, gritando que no debemos soportar más una austeridad impuesta mientras los gobiernos y los partidos de oposición viven en la opulencia… soportando, en fin, una merma paulatina de derechos que ellos mismos comenzaron por reclamar.

Ese es el clima en el que nació Podemos. Serán lo que sean. Dirán lo que digan. Reúnen una mezcla muy peligrosa de rencor, juventud, originalidad y dominio de los medios. Asustan bastante (y a mí, el primero) pero no se sorprenda nadie si ganan las elecciones o, al menos, quedan como segunda o tercera (otra vez) potencia política. Ya han roto con el bipartidismo y eso es algo de lo que siempre seremos deudores, aunque cueste reconocerlo. ¿Ocurrirá como en las últimas elecciones en las que nadie votó al PP (a pesar de su mayoría absoluta)? Al margen de sus representantes, al margen de las estrategias (propagandísticos y profundamente mediáticas, respectivamente, como cualquier partido de la derecha europea, y eso no se puede negar) y al margen de lo que las ideologías nos dicten, lo único que ha hecho Podemos es aprovechar y canalizar el cansancio tras las chapuzas políticas de treinta y nueve años de política ibérica y picaresca, esa política del Caso Guerra, la inquietante historia marbellí, los Gürtel, los ERES falsos o los Bárcenas (por nombrar casos de todos los palos).

Dan miedo. Claro que dan miedo. La reacción no se ha hecho a esperar, ahora sí, lógicamente, en los dos grandes partidos que han liderado este estercolero que llamamos estado de bienestar. No podían reaccionar antes porque vivían en un letargo de dietas, coches oficiales y mariscadas (¡para los sindicatos también hay!) que no les dejaban ver el inminente peligro de un posible rival. ¿Quién podía serlo si el pastel estaba tan estudiadamente repartido? Podemos se llama Podemos como podría llamarse de cualquier otra forma. Ahora no se lamenten. Es culpa del apoltronamiento de unos y la escasez de miras de otros. Estaba claro. Tenía que pasar.

Monarquía y democracia

El 19 de junio ha llegado. Después de correr ríos de tinta sobre la disyuntiva monarquía-república resulta evidente que nuestra Casa Real, la que lleva presumiendo de ser la más democrática de Europa desde la Transición, no se ha atrevido a consultar al pueblo si cuenta hoy con el respaldo que siempre ha creído tener.

No voy a negar el valor de Juan Carlos I en un momento tan tenso y particular como el año 1975. Desde luego que el proceso de cambio que encabezó sirvió, al menos, para curar muchas heridas y lograr un consenso que ha permitido el desarrollo de este país hasta lo que somos hoy. Pero no nos engañemos: la Constitución de 1978 satisfizo los intereses de muchos españoles pero también los propios del monarca y de su familia elegida, no lo olvidemos, por un dictador. Se consiguió entonces curar muchas brechas pero la mayoría de ellas dejaron incómodas cicatrices que, a día de hoy, siguen presentes. El maltrato hacia la palabra “república” es ejemplo de la herencia franquista, igual, curiosamente, que el proceso de sucesión al que ahora asistimos. Leo comentarios en periódicos digitales, redes sociales e incluso las oigo en tertulias de “expertos” en política que me dejan atónito. En el año 2014 seguimos pensando que la república es un cuento de la izquierda exaltada y que con su restablecimiento vendría el horror. Queda claro que la mayoría de los patriotas de este país presumen de una historia que conocen de manera totalmente distorsionada por un aparato propagandístico y desacreditador de la II República que manipuló los libros de texto y la opinión pública hasta desterrar y sepultar esta palabra defendida por unos pocos intelectuales exiliados. Y este fenómeno se puede entender en los que hoy están alrededor de los sesenta años de edad pero no en jóvenes de veinte que, supuestamente, han estudiado la historia contemporánea de España para superar el Bachillerato y la Selectividad en un ambiente demócrata e incluso progresista.

Casi cuarenta años después del inicio de la Transición seguimos con la familia real que el régimen franquista eligió como su sucesora y pensando que la república no es un sistema político en el que pueda gobernar el partido más votado con independencia de la ideología, sino una cosa de rojos quemaiglesias, comunistas, judíos y masones. Podremos ser monárquicos o republicanos (cada uno tendrá su opinión) pero no podemos seguir violando reiteradamente el concepto de un sistema político implantado en la mayoría de países (estos sí) democráticos en pleno año 2014.  Se lo debemos a nuestra presunción democrática. Se lo debemos a la verdad.

Cafés pendientes

¿Cuántos cafés podemos llegar a tomar al cabo del día? Lo tomamos para todo: el primero de la mañana, antes de trabajar, en el descanso del trabajo o de clase, después de comer, a media tarde… Quizá, querido lector, y por el bien de su tensión, no tome tantos durante su jornada o alguno de ellos se convierta en descafeinado o infusión pero, echando cuentas, seguro que coincide conmigo en que una parte importante de su presupuesto mensual se queda en la maquinita del café (ahora muchas incorporan la tecla “relaxin”) de su trabajo y en el bar de enfrente. Si es usted estudiante, seguramente hará lo propio en la cafetería de su facultad o la más cercana a la biblioteca. De hecho, he llegado a pensar (y creo que no exagero) que el café es el verdadero motor de la economía española. Y es que un español no funciona sin café. Vamos a trabajar, a hacer un recado, de papeleo o a charlar con un amigo… eso sí, el cafecito por delante.

No pretendo con ello ejercer ningún tipo de crítica, es más, observo cómo últimamente anuncios e incluso series de televisión hacen sus pequeños homenajes a los bares, queriendo decirnos que debemos ir más. No me parece mal. Para nada. Hay pocas sensaciones tan placenteras como entrar cada día al bar de confianza y ser tratado por tu nombre, no tener siquiera que pedir lo que quieres (porque el que está detrás de la barra -grandes profesionales en muchos casos- sabe perfectamente lo que vas a tomar) y comentar con los parroquianos la última barbaridad del político de turno, el precio que alcanza la gasolina o la indignación sufrida por la última multa de tráfico debidamente pagada. Así arreglamos las cosas en España. Así somos. Y, ¿sabe qué? Después de todo, me gusta. Aunque haya cosas que no tengan remedio, no perdemos nada por comentarlas y, si es al calor de un café, mejor.

Lo que muy pocas veces hacemos es valorar la suerte que tenemos por ello. No me refiero solamente a disponer de unos minutos al día para dedicarlos a la tertulia con los de siempre y en el sitio de siempre (a pesar de todo, adoramos la rutina) sino, precisamente, a poder destinar parte de nuestros ingresos a esa taza de café, ese cortadito, o el carajillo de Soberano (aquí ya entran los gustos de cada uno) que resultarían mucho más baratos en nuestra casa aunque, lógicamente, el ritual perdiese buena parte de su encanto. Seguramente se nos pasa muchas veces por la cabeza este pequeño despilfarro pero, a pesar de ello, no queremos deshacernos de esta sana costumbre que, como la siesta, es tan saludable como nuestra.

Desde luego la costumbre no parece únicamente española, pues ha sido en Nápoles donde ha surgido la gran iniciativa de los cafés pendientes. El mecanismo es muy sencillo: aunque usted solamente tome un café, puede dejar pagados uno o varios más. Los restantes se anotan en una pizarra y quedan pagados para quien, por desgracia, no se lo pueda permitir. Hay pocas cosas que se agradezcan tanto como una buena taza de café caliente cuando hace frío. Y desde luego (aunque en muchos sitios no resulte nada barato), si uno se puede permitir un café, también podría permitirse dos y, por la misma razón, podría pagárselo a quien no puede hacerlo. En caso de necesitarlo, estaríamos más que agradecidos. Además, es posible dejar pagadas otras consumiciones, como tapas y bocadillos.

De nuevo la iniciativa surge en la población anónima: quienes tenemos mucho más fácil ser conscientes de la realidad social que nos envuelve, quienes podemos ser mucho más sensibles a la situación en la que muchos se encuentran, quizá porque valoramos la suerte que tenemos o quizá por temor a esa espada de Damocles que nos amenaza con poder  ser los próximos… Sea cual sea el motivo, comprendemos que pocas cosas reconfortan tanto como un buen café, por mundano y simple que pueda parecer, y no queremos privar a nadie de esa sensación.

A lo mejor podemos hacer mucho más de lo que creemos. Pequeños gestos como este hacen posible mejorar un poquito el día a día de todos aquellos que, sin esperarlo, han acabado al margen de esta sociedad del “tanto tienes, tanto vales”. Al menos, en lo básico, podemos hacer posible un reparto digno de los recursos. Tenemos el ejemplo de comedores sociales y bancos de alimentos gestionados y financiados por la iniciativa totalmente privada y altruista de barrios, asociaciones de vecinos, centros sociales etc. Está claro que hace más el que quiere que el que puede. Y esto, de nuevo, debería servir de lección para todos los agentes de la Sociedad que tienen en su mano mejorar la situación y no lo hacen. Por supuesto no se ven los problemas del mismo modo desde la barra del bar que tras las lunas tintadas de un Audi A8.

¿Cuándo echamos un café usted y yo? Voy pidiendo cuatro.

 

Si tienes un bar y te interesa la idea, o simplemente quieres saber qué establecimientos de tu ciudad ofrecen esta posibilidad,  entra en www.cafespendientes.es.

Ánimo, Galicia

Después de varias semanas de ausencia (justificada) en este espacio de desahogo, mi día a día vuelve a tener el suficiente orden como para poder retomarlo. Una vez más, y sintiéndolo mucho por el asiduo lector, no puedo hablar de nada positivo. Y es que hay veces que el cielo está permanentemente negro y, aunque llueva y truene, nunca acaba de escampar. Después de tantísimas nefastas noticias en los planos económico, político, institucional, judicial… hoy, 25 de julio (Santiago Apóstol), tenemos que encajar un nuevo palo para un país que bien podría tratar de contentarse inútilmente, y por enésima vez, con su propio refranero: «a perro flaco, todo son pulgas».

La tragedia se ha cebado en Galicia, concretamente en la capital del Santo que hoy celebraríamos y, sin embargo, no hay nada que celebrar. Al contrario. A esta hora aún se desconocen muchos detalles del accidente y lo único con lo que contamos es con las siempre escalofriantes cifras que ascienden a sesenta fallecidos y varias decenas de heridos. No se debería entrar en más detalles y mucho menos mostrar ninguna imagen de los heridos, muy explícitas en demasiados casos (como muestran las cadenas de televisión que se hacen eco de la noticia mientras otras continúan con sus programaciones habituales) aunque sólo sea por respeto a las víctimas y sus entornos. Comprenderá, querido lector, por qué he decidido apagar el televisor y encender la radio.

Qué pena. Qué angustia me provoca la idea de que deba pasar algo así para que los españoles mostremos verdaderos valores dormidos entre egoísmos, intereses económicos, corruptelas, picarescas y otras miserias, tan históricas como ciertas, de los hijos de la roja y gualda. Somos así. Lo decía Reverte en un tuit hace sólo unos minutos: «Extraño país, éste. Hay días en que lo peor de España es la gente, y hay días en que lo mejor de España es su gente. Como esta noche». Imposible estar más de acuerdo.

Nuestra casta política se «desvive» en el extranjero para promover la Marca España, esa tan famosa que capitanean el barbas de los puros y el anciano campechano al tiempo, ¿casualidad?, que la prensa extranjera se desternilla de la risa y en nuestra cara gracias a los sobres del uno y los errores tributarios de la hija del otro. Hay tanta seriedad en esa Marca España como en el modo de afrontar los problemas de esta cuadrilla de vividores que cree representarnos (y que, paradójicamente, viven -muy bien, por cierto- de ello). Y hoy, para rematar la opinión que muchos tenemos del presidente, solamente ha faltado que éste copie y pegue las condolencias por un desastre natural para el terrible accidente de tren de Galicia. Un error escandaloso.

¿Por qué digo «esa» Marca España? Sencillamente, porque existe otra, injustamente despreciada cada vez que las noticias conectan con la Moncloa, una Marca España verdadera y que viene capitaneada, ahora sí y de corazón, por el verdadero encofrado de nuestro estado: su gente. Ni banderas en prendas, relojes y pulseras, ni el toro de Osborne, ni escudos en chapas y pines… Su gente. Sólo su gente. En pocos minutos se han puesto de manifiesto los valores que, aunque muy de vez en cuando, me hacen sentir un poquito más orgulloso de la única y verdadera Marca España  y que surge, como otras veces, para acudir en auxilio de quien más lo necesita aunque para ello, muchos de los anónimos, «solamente» puedan ofrecer su propia sangre.

Esta solidaridad espontánea y colectiva ha surgido otras muchas veces en nuestra Historia reciente. Una de las respuestas sociales más increíbles tuvo que ver también con Galicia, cuando hace ya diez años se hundía el Prestige en sus costas. Entonces, aunque ya existía Internet y otros muchos medios de comunicación, el único que nos informó puntualmente y sirvió para comprobar detalles y testimonios de la gente de a pie eran las entrevistas en televisión. Hoy en día, las redes sociales nos acercan muchísimo más entre nosotros y hacen mucho más sensibles las realidades ajenas, llegando incluso a sentirlas como propias. Twitter y Facebook están sirviendo de gran apoyo para heridos, familiares de víctimas, servicios de emergencia, bomberos, médicos y demás profesionales al servicio de todos nosotros. El corazón de España está en Galicia.

Las imágenes de largas colas a la espera de poder realizar donaciones de sangre sobrecogen a cualquiera. De todos estos españoles SÍ podemos estar orgullosos, SÍ nos representan, SÍ son el orgullo de una nación que, aunque nefastamente dirigida, y gracias a sus gentes, nos animamos a seguir adelante. Así se demuestra el verdadero patriotismo. Ayudando al vecino. Socorriendo al hermano. Es imposible imaginar el dolor de los familiares ante la magnitud del suceso pero cuando todo esto pase, y aunque las pérdidas sean irreparables, seguro que saben encontrar alivio en las infinitas muestras de solidaridad recibidas, valor común a todos nosotros, no por ciudadanos de uno u otro estado, sino por la fragilidad de nuestra condición de seres humanos. Y esa condición, querido lector, poco entiende de banderas.

Es triste, cierto, que tenga que ocurrir algo tan grave como lo de ayer para darnos cuenta de que lo fundamental, nuestra propia vida, es tan bonita como fugaz, y que cada segundo que vivimos no debería estar dedicado a ninguna otra cosa que no fuese vivirlo por y para los demás.

Gente con clase. Clases de gente.

Crisis para unos; negocio para otros. Ajuste de plantilla para el empresario; abismo del paro para los trabajadores. Triunfo de la Justicia para los defraudadores; nuevo golpe a la poca fe que queda en el sistema para los defraudados. Un triste y constante paralelismo que cada día crece, se agudiza y evidencia que la justicia, las oportunidades, la prosperidad… está en manos de unos pocos, los mismos pocos de siempre.

Está claro que hay dos clases muy diferenciadas y que representan porcentajes del total muy distintos. Durante décadas han tratado de vendernos la existencia de una enorme clase media que no era tal. Si un mileurista ha creído pertenecer a la clase media, es que tenemos muy poca conciencia de clase, por un lado, y, por otro, muy poca clase a la hora de definir nuestra autoconciencia. No es un trabalenguas. Es la pura realidad. El término «clase media» se acuñó para referirse a un estamento muy particular, entre la clase alta y la clase obrera, en un mundo, por cierto, muy distinto al actual en la forma y totalmente igual en el fondo. Y no debemos engañarnos. Recibir mil euros a final de mes por un trabajo, nos convierte en obreros, trabajemos como administrativo de una gran cadena hotelera o como azafata de congresos en la feria más prestigiosa. El dinero, las oportunidades, en fin, son los mismos a pie de obra o en la oficina si el sueldo es el mismo (o inferior, incluso).

El otro día hablaba de las «bondades» de la crisis. Gracias a ella hemos descubierto (en realidad, no hemos hecho más que con más atención) una serie de pequeños escándalos diarios de cuya suma resulta el caos institucional en el que España se encuentra totalmente ahogada. Esos escándalos siempre estuvieron allí, en mayor o menor medida, con total independencia del color de la chaqueta de cada gobierno que dan como resultado un compendio de ironías que, mucho me temo, no hacen sino evidenciar que mientras discutimos en el Facebook sobre el aborto, el verdadero valor de la bandera, si los toros son fiesta nacional o «nazional», si debemos o no sentirnos orgulloso de nuestras camisetas deportivas… ellos siguen descojonándose, seguramente, juntos y al calor de una copita de Soberano, de todos nosotros. Mientras ellos siguen repertiéndose el pastel, nosotros seguimos discutiendo, como siempre, por la legitimidad del color de esas chaquetas sin darnos cuenta de que están confeccionadas con los mismos materiales: 25 % de amoralidad, 25 % de fino sarcasmo y 50 % de la mejor sinvergonzonería.

Extraiga ahora el lector de esta reflexión el valor de cada uno de los porcentajes de los que hablaba antes y haga el favor de situarse. Ni alta, ni media, ni baja. Queda claro que hay una casta política que domina, juega (y siempre gana) con unas reglas que ella misma define, con unas cartas que elige y con unos comodines, usted y yo, que permiten que su combinación siempre sea la ganadora; en el porcentaje mayoritario, todos los que componemos el aparato fiscal, burocrático, económico y social que sostiene el tablero de juego en el que, como en el ajedrez, blancas o negras, nuestras casillas miden lo mismo.

Solamente faltaría que comprendiésemos que entre el blanco y el negro hay un gris. Uniformando nuestros problemas y tratando de buscar una estrategia común, quizá todo sería más fácil y más productivo que seguir discutiendo sobre todo lo que nos separa en lugar de aunar esfuerzos por defender lo que nos une (o debería unirnos): gritar alto y claro que antes, durante y después (si salimos) de esta crisis, no estamos dispuestos a seguir soportando las risotadas, mejor o peor disimuladas, de toda la clase política y sus esbirros.

Y al final, pase lo que pase, nos daremos cuenta de la conclusión de siempre. Podemos llamar el mismo fenómeno con el nombre que mejor nos suene pero la realidad sigue siendo idéntica para todos: no somos igual que ellos y nunca lo seremos. Y, ¿sabe qué? Tampoco quiero serlo.