Gente con clase. Clases de gente.

Crisis para unos; negocio para otros. Ajuste de plantilla para el empresario; abismo del paro para los trabajadores. Triunfo de la Justicia para los defraudadores; nuevo golpe a la poca fe que queda en el sistema para los defraudados. Un triste y constante paralelismo que cada día crece, se agudiza y evidencia que la justicia, las oportunidades, la prosperidad… está en manos de unos pocos, los mismos pocos de siempre.

Está claro que hay dos clases muy diferenciadas y que representan porcentajes del total muy distintos. Durante décadas han tratado de vendernos la existencia de una enorme clase media que no era tal. Si un mileurista ha creído pertenecer a la clase media, es que tenemos muy poca conciencia de clase, por un lado, y, por otro, muy poca clase a la hora de definir nuestra autoconciencia. No es un trabalenguas. Es la pura realidad. El término «clase media» se acuñó para referirse a un estamento muy particular, entre la clase alta y la clase obrera, en un mundo, por cierto, muy distinto al actual en la forma y totalmente igual en el fondo. Y no debemos engañarnos. Recibir mil euros a final de mes por un trabajo, nos convierte en obreros, trabajemos como administrativo de una gran cadena hotelera o como azafata de congresos en la feria más prestigiosa. El dinero, las oportunidades, en fin, son los mismos a pie de obra o en la oficina si el sueldo es el mismo (o inferior, incluso).

El otro día hablaba de las «bondades» de la crisis. Gracias a ella hemos descubierto (en realidad, no hemos hecho más que con más atención) una serie de pequeños escándalos diarios de cuya suma resulta el caos institucional en el que España se encuentra totalmente ahogada. Esos escándalos siempre estuvieron allí, en mayor o menor medida, con total independencia del color de la chaqueta de cada gobierno que dan como resultado un compendio de ironías que, mucho me temo, no hacen sino evidenciar que mientras discutimos en el Facebook sobre el aborto, el verdadero valor de la bandera, si los toros son fiesta nacional o «nazional», si debemos o no sentirnos orgulloso de nuestras camisetas deportivas… ellos siguen descojonándose, seguramente, juntos y al calor de una copita de Soberano, de todos nosotros. Mientras ellos siguen repertiéndose el pastel, nosotros seguimos discutiendo, como siempre, por la legitimidad del color de esas chaquetas sin darnos cuenta de que están confeccionadas con los mismos materiales: 25 % de amoralidad, 25 % de fino sarcasmo y 50 % de la mejor sinvergonzonería.

Extraiga ahora el lector de esta reflexión el valor de cada uno de los porcentajes de los que hablaba antes y haga el favor de situarse. Ni alta, ni media, ni baja. Queda claro que hay una casta política que domina, juega (y siempre gana) con unas reglas que ella misma define, con unas cartas que elige y con unos comodines, usted y yo, que permiten que su combinación siempre sea la ganadora; en el porcentaje mayoritario, todos los que componemos el aparato fiscal, burocrático, económico y social que sostiene el tablero de juego en el que, como en el ajedrez, blancas o negras, nuestras casillas miden lo mismo.

Solamente faltaría que comprendiésemos que entre el blanco y el negro hay un gris. Uniformando nuestros problemas y tratando de buscar una estrategia común, quizá todo sería más fácil y más productivo que seguir discutiendo sobre todo lo que nos separa en lugar de aunar esfuerzos por defender lo que nos une (o debería unirnos): gritar alto y claro que antes, durante y después (si salimos) de esta crisis, no estamos dispuestos a seguir soportando las risotadas, mejor o peor disimuladas, de toda la clase política y sus esbirros.

Y al final, pase lo que pase, nos daremos cuenta de la conclusión de siempre. Podemos llamar el mismo fenómeno con el nombre que mejor nos suene pero la realidad sigue siendo idéntica para todos: no somos igual que ellos y nunca lo seremos. Y, ¿sabe qué? Tampoco quiero serlo.

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